domingo, 27 de marzo de 2011

El malestar en la cultura. Freud y Jackson Pollock.

El texto son frases descontextualizadas sacadas del ensayo El malestar de en la cultura de Sigmund Freud. Las imágenes son fotografías de obras del pintor Jackson Pollock.


Debemos señalar las tres fuentes del sufrimiento humano: la supremacía de la Naturaleza; la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad.

Nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas.



El ser humano cae en la neuroris porque no logra soportar el grado de fustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciendose de ello que sería posible reconquistar la perspectiva de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales.

El término cultura designa la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecedentes animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí.



Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no solo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprendemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella su felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba menos agobiado en este sentido, pues no conocía restricción alguna de sus instintos. En cambio, eran muy escasas sus perspectivas de poder gozar largo tiempo de tal felicidad. El hombre civilizado ha trocado una parte de posible felicidad por una parte de seguridad; pero no olvidemos que en la familia primitiva sólo el jefe gozaba de semejante libertad de los instintos, mientras que los demás vivían oprimidos como esclavos.




Hambre y amor. El hambre representa aquellos instintos que tienden a conservar al individuo; el amor, tiende hacia los objetos, su función principal reside en el objeto de conservación de la especie. Desde un principio se me presentaron en mutua oposición los instintos del yo y los instintos objetuales. Para designar la energía de los últimos introduje el término libido. La polaridad quedó planteada entre los instintos del yo y los instintos libidinosos.



Ante el instinto que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquel, que tendiese a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitiv. De  modo que, además del eros, habría un instinto de muerte, los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interación y el antagonismo de ambos.

Recuerdo mi propia resistencia cuando apareció por primera vez en la literatuta psicoanálitica y cuanto tiempo tardé en aceptarla. Mucho menos me sorprendió que también otros hayan mostrado identica aversión y que aún sigan mostrandola, pues a quienes creen en los cuento de hadas no les agrada oír mentar la innata inclinación del hombre hacia lo malo, a la agresión, a la destrucción y con ello también a la crueldad.



¿Qué ha sucedido para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente curioso, que nunca habríamos sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada, devuelta al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporandose en calidad de super-yo se opone a la parte restante y asumiendo la función de conciencia, despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a este, desarmandolo y haciendolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.

El pueblo de israel se consideraba hijo predilecto del Señor, y cuando este gran padre le hizo sufrir desgracia tras desgracia, de ningún modo llegó a dudar de esa relación privilegiada con Dios ni de sus poderes y justicia, sino que creó los profetas, que debían reprocharle su pecaminosidad, e hizo surgir de su sentimiento de culpabilidad, los severísimos preceptos de la religión sacerdotal.



La severidad del super-yo desarrollado por el niño de ningún modo refleja la severidad del trato que se le ha hecho experimentar. El rigor de la educación ejerce asimismo una influencia poderosa sobre la génesis del super-yo infantil. Sucede que a la formación del super-yo y al desarrollo de la conciencia moral concurren factores constitucionales innatos e influencias del medio, del ambiente real, dualidad que nada tiene de extraño, pues representa la condición etiológica general de todos estos preceptos. No podemos eludir la suposición de que el sentimiento de culpabilidad de la especie humana procede del complejo de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición de los hermanos.

Destacar el sentimiento de culpabilidad como el problema más importante de la evolución cultural señalando que el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de la felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad.



El sentimiento de culpabilidad engendrado por la cultura no se percibe como tal, sino que permanece inconsciente en gran parte o se expresa como un malestar, un descontento que se trata de atribuir a otras motivaciones. La religiones, por lo menos, jamás han dejado de reconocer la importancia del sentimiento de culpabilidad para la cultura, denomiándolo “pecado”.







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2 comentarios:

  1. Muchas gracias, son los párrafos y las frases que me parecieron más interesantes y sugerentes del libro de Freud "El malestar en la cultura". Un saludo.

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